domingo, 19 de octubre de 2008

Mentiras

Borracha perdida después de la lluvia, estoy tumbada en la hierba mojada del parque de la Ciudadela y no me importa que ya sea lunes. Sólo quiero que me levantes en brazos como aquella vez que jugamos a que eras un príncipe azul, y que me lleves a un rincón cómodo y seco. Quiero que te pases la noche allí, contándome mentiras, engañándome como cuando estaba lejos, hablándome de los besos de paletitas de caramelo. Quiero pasarme la noche creyéndote. Y mañana ya veremos si sigue nublado o qué.

jueves, 16 de octubre de 2008

Psicología inversa

Cuando A quiere decir B y necesitas que te digan C, pero por alguna causa desconocida, parece que necesites D... Es probable que entonces te den D, con el mayor cariño y empatía, por supuesto. El problema se presenta con qué hacer con D, ¿Cómo lo cambiamos por C?

Siendo mujer parece fácil usar una técnica femenina básica, como la de atontamiento por escote: se engancha al sujeto con la vista en tu pecho (en casi cualquier momento) y en lugar de actuar como si no pasara nada, le clavas la mirada y sonríes de medio lado. El tipo completamente rojo empieza a tartamudear, babear y demás muestras de desconcierto y excitación. Es entonces cuando lentamente debes pronunciar: ccccccee

"¿C? Me encanta C. Es extraño que alguien sepa algo sobre C. Me encanta que tú en concreto sepas C. Qué mezcla tan curiosa y estimulante: una persona como tú y C. Estoy flipando."

Bien.... Ya tenemos C. Pero hemos perdido la estima por un compañero que parecía más íntegro. De hecho, C viniendo de una persona que se arrastra así ya no es tan C como antes, ya no quieres exactamente este C. Entonces buscas más:

"Pero tú al principio me habías dicho D, ¿No? ¿Qué te había llevado a creer eso?"
"Bueno, en realidad no pensé en una cosa ni en la otra, era por que al verte
(el escote: omisión estratégica simple) creí que quizás podríamos hablar por ejemplo de D, pero C también está bien."
"Ah..."
"¿A? ¿También sabes de B? Qué pasada de tía."

Y luego nos quejamos de que no nos comunicamos bien.

jueves, 9 de octubre de 2008

Bolas de papel

Solas en casa molaba un montón hacer barricadas con el sofá y tirarnos bolas de papel como en la guerra. Cuando se acababan las municiones de mi bando, tenía que salir al terreno fronterizo a recoger las bolas que habían rebotado o no habían llegado a mi lado. Y entonces me machacaban: todos los pelotazos apuntando a mi cabeza. Herida de muerte, intentaba una última voltereta desesperada para esquivar las siguientes heridas. Conseguido!! llegué a la barricada sana y salva!! "Replanteemos la situación: 5 bolas intactas, ella está detrás del lado izquierdo del sillón... si las troceo tendré más bolas, y se las tiro por encima y ya gano porque contra una paliza tan evidente no hay nada que hacer.
De repente una lluvia de papeles blancos me caía por encima y arriba del todo estaba la cara divertida de ella.
-He ganado!!! Estás muerta!! Me tienes que contar un cuento antes de dormir y hacerme la escalera en la espalda.
-Vale pero antes colocamos los sofás en su sitio, que si hoy le da por venir al papa se va a enfadar."
La acunaba en su camita y bajaba a fregar los platos antes de que llegara el olor a alcohol metabolizado que subía desde la puerta de la calle. Pero hoy era tarde y me pilló. El ruido de la llave en la cerradura me puso en guardia. La nueva misión era convertirse en un ser invisible, inexistente, como un ninja. Mientras se tumbaba en el sofá entre los restos de bolas blancas que no distinguía, yo salía de puntillas y me iba a mi cuarto. Así iba escribiendo mi propio arte de la guerra, ganando mis batallitas día a día.

domingo, 5 de octubre de 2008

Sobre chungas, marginadas, amistad y personalidades desdobladas

Porque yo era de las marginadas, con una chica chunga metiéndose conmigo a todas las horas de clase, las buenas notas, la cara llena de granos y enamorada del más guapo que me ignoraba. En el principio de la adolescencia me encerraba en mi habitación durante horas, escuchando la música que le gustaba a los chicos más raros, los heavys y los freaks, para crear afinidad con algún ser vivo que no me rechazara. Luego lloraba sin parar, desolada por no poder compartir mis inquietudes intelectuales. Tenía insomnio. Y me vestía muy ancha y oscurita, con el pelo hasta la cintura o más, sin atreverme a arreglarme las cejas o a maquillarme para no desatar más ira de la chunga. Hay fotos, lo prometo.

Luego mi madre enfermó. Mostrarme melancólica a ratos dio a conocer mi lado humano para los de aquél entonces. De repente tenía una o dos amigas. La chunga desapareció y dejó de darme miedo arreglarme, me vestía ceñida y miraba a los chicos a los ojos sin miedo. ¿Qué sabrían ellos de la vida y de la muerte? Entonces el más guapo me empezó a hacer caso. Pero resultó que el más guapo no tenía cerebro y yo desaprovechaba el sueño de todas las demás haciéndole caso omiso, sacando las mejores notas, creando cierta admiración.

Pero lo que dio el paso sin retorno al desdoblamiento de personalidad hacia la chunguería fue la paliza. Cuando murió mi madre, creo que de melancolía también, me pegó mi padre durante cuatro horas horribles, en la calle, en casa, insultando donde más dolía, arrastrándome por las escaleras de los pelos y golpeándome contra la pared. En cuanto pude moverme de nuevo, tres o cuatro días más tarde, volví al colegio con cojera y un ojo amoratado lleno de rabia y rencor contra todo. Entonces apareció en escena Sajdah, "la boxeadora".
- Porque tú a mí no me engañas, no te has caído por las escaleras. Eso te lo han hecho. Lo que tienes que hacer es entrenar conmigo, que tengo entradas para el DIR. Vamos esta tarde va.

Me sentía bien a su lado, me prestaba atención y se preocupaba por mí. Yo también era una chunga respetada a su lado. Aparte, estaba sola y me hacía un montón de compañía con sus historias de Asia y de su vida tan dura. Ligaba un montón, con su cuerpo moruno, el pelo negro, fuerte, abundante y liso, con los ojos verde miel, enmarcados en carboncillo negro superintenso que le hacía la mirada penetrante. La nariz rota le daba una personalidad especial. Empezó a hablarme de los torneos ilegales en Montjuïc, de las movidas con el crack o la farla para aguantar más en el combate y ganar las apuestas, de la paliza que le pegaron los skins en el metro por tener un padre de Paquistán, y de cómo ella se sentía más protegida si sabía pelear con un gramito en el bolsillo por si acaso se ponía la cosa fea.
- Sajdah, sal de esto tía, que te estás buscando tu propio fin.

Me la encontré hace unos días. Fue un poco extraño porque estaba acabada: la mirada perdida, contestaba cosas incoherentes, como que estaba estudiando informática en la Autónoma, ya sabes, esa que está en la Diagonal, y a la vez se sacaba el bachillerato nocturno en el instituto, porque había tenido un hijo y no tenía tiempo para nada con los trabajos, y se había descuidado y había dejado de entrenar, con lo buena y guapa que había sido ella, pero que llevaba una rosa en la mano porque iba a ver al chico, que era Sant Jordi.

Y entonces me sentí una mierda. Tendría que haberle enseñado la música de los freaks, hablarle de la ropa oscura, de la utopía social encerrada entre los libros de Aldous Huxley, de la expresión de la rabia en forma literaria, de su pelo largo y negro lleno de posibilidades góticas. Tendría que haberle explicado que siendo tan guapa, la más chunga, sabiendo castellano, catalán, inglés y urdú nativo, y teniendo vocación por las ingenierías, podía permitirse tener éxito en prácticamente todo. Debía sentirse segura porque ya estaba protegida de las mafias del barrio por su hermano mayor, el farlopero que alunizaba en las joyerías. Porque si ella era la única de la familia que no tenía antecedentes penales era un privilegio a cotizar en la bolsa del rescate personal. Porque cuidarse y quererse está bien, Sajdah. Céntrate, amiga, que te estás desdoblando en cosas que no te convienen. ¿Porque si tú me proteges con tus armas y yo no te protejo con las mías, de qué clase de amistad estamos hablando?

Me sentí una mierda por no haber podido conseguir nada, centrada todos estos años en controlar mi propio desdoblamiento. Una mierda.

jueves, 2 de octubre de 2008

Diógenes

Vengo leyendo 1984. Sé que llevo 24 años de retraso. De hecho, llevo 59 si tenemos en cuenta la fecha de edición. El caso es que mientras me pongo al día en el submundo de Orwell, de repente voy por ahí fijándome mucho más en todos los aspectos de la vida que puedan explicar el torbellino de ideas que salen de él. Por ejemplo la etapa de vagabundo en París, y la posterior en Londres. Desde que supe eso tengo curiosidad por mirar el interior de las señoras con su carro del condis lleno de trastos que hay en la plaza Real de Barcelona, llevando su pasado metidito ahí. Pero no ha sido hasta que he hecho el traslado definitivo a mi nueva vida que no he entendido la importancia de asociar el pasado a las cosas materiales que nos acompañan. Porque todo han sido cajas, dentro de más cajas, que a su vez van llenas de telas de mis ancestros y finalmente envuelven cajitas con notas de antiguos amantes que quedaron relegados al olvido porque se encerraron en sus habitaciones o en sus empleos porque el mundo fuera les asustaba y yo tenía que quedarme ahí o marcharme. Y también está el ajuar marital. Desde que menstrué por primera vez, mi familia me encadenó a objetos para uso doméstico tales como manteles, toallas, las copas de vidrio fundido de la abuela que cuidó de la abuela, las joyas de bisutería de la tía que era estéril y otros enseres a cuál más escatológico. Está claro que tiene que haber gente a la que le guste más su vida pasada y que necesite esos objetos para los momentos de nostalgia en la que el cartón de vino o la VISA no alcanza, llenando carritos o, los que tienen casa, habitaciones enteras de pasado y más pasado en montículos de historia personal. Pero a mí, abandonar y vender todos esos objetos en los encantes me pareció como librarme de cierto peso. La sensación exacta es de llevar los 26 años de retraso en ponerme al día de mi propia vida.