Los archivos se guardan en dos dispositivos distintos para que no se pierdan. Se hacen copias de los libros importantes y el original se guarda en un sitio seguro. El ADN también se copia a ARN para que no se dañe.
Y así me siento yo: un dato confidencial, un incunable, una mejora genética imposible, una tecnología punta. Así debo de ser yo cuando el veintiocho de mayo he de presentarme a tres exámenes del mismo curso, de diferentes asignaturas, y también al trabajo oficial en algún momento del día. Y rendir a cuatro bandas, sin contar con la vida personal que también exige su parte. Todos pidiendo resultados, todos demandando. Por no hablar de las ciscunstancias que se apoyan en estas batallitas cuotidianas: si se va el trabajo, se va una cantidad de cosas detrás que nadie se imagina.
¿Dónde están mis cuatro clones que han de cubrirme mientras me meto en una urna de cristal para no desaparecer? Porque si no funcionan ahora que tienen trabajo, ¿para qué los han fabricado? La verdad es que llevo sin entablar contacto con ellos desde hace un par de exámenes y ahora no sé si están de vacaciones o llevando a cabo algún que otro derecho laboral que acatan desde que intuyen que son humanos. O quizás es que nunca estuvieron ahí y solo fue suerte hasta ahora.
El caso es que me veo cuadruplicándome como cualquier otro mortal ante la adversidad. Es decir, dividiéndome entre cuatro, partiéndome, perdiendo tres terceras partes para cada uno de los frentes, desprogramando el setentaicinco por ciento de mi alma y convirtiéndolo en un amasijo de ceros y unos sin sentido que ni los servicios sociales pueden interpretar, mucho menos reconstruir. Me veo perdiéndolo todo en una carta, en un solo día.
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