jueves, 2 de octubre de 2008

Diógenes

Vengo leyendo 1984. Sé que llevo 24 años de retraso. De hecho, llevo 59 si tenemos en cuenta la fecha de edición. El caso es que mientras me pongo al día en el submundo de Orwell, de repente voy por ahí fijándome mucho más en todos los aspectos de la vida que puedan explicar el torbellino de ideas que salen de él. Por ejemplo la etapa de vagabundo en París, y la posterior en Londres. Desde que supe eso tengo curiosidad por mirar el interior de las señoras con su carro del condis lleno de trastos que hay en la plaza Real de Barcelona, llevando su pasado metidito ahí. Pero no ha sido hasta que he hecho el traslado definitivo a mi nueva vida que no he entendido la importancia de asociar el pasado a las cosas materiales que nos acompañan. Porque todo han sido cajas, dentro de más cajas, que a su vez van llenas de telas de mis ancestros y finalmente envuelven cajitas con notas de antiguos amantes que quedaron relegados al olvido porque se encerraron en sus habitaciones o en sus empleos porque el mundo fuera les asustaba y yo tenía que quedarme ahí o marcharme. Y también está el ajuar marital. Desde que menstrué por primera vez, mi familia me encadenó a objetos para uso doméstico tales como manteles, toallas, las copas de vidrio fundido de la abuela que cuidó de la abuela, las joyas de bisutería de la tía que era estéril y otros enseres a cuál más escatológico. Está claro que tiene que haber gente a la que le guste más su vida pasada y que necesite esos objetos para los momentos de nostalgia en la que el cartón de vino o la VISA no alcanza, llenando carritos o, los que tienen casa, habitaciones enteras de pasado y más pasado en montículos de historia personal. Pero a mí, abandonar y vender todos esos objetos en los encantes me pareció como librarme de cierto peso. La sensación exacta es de llevar los 26 años de retraso en ponerme al día de mi propia vida.

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